El siguiente es el formulario que corresponde a oficio de lectura de la liturgia de las horas para el día de mañana, lunes, 13 de octubre de 2025.
V. Señor, ábreme los labios.
R. Y mi boca proclamará tu alabanza.
Antifona: Aclamemos al Señor con cantos.
Invitación a la alabanza divina
Animaos los unos a los otros, día tras día, mientras dure este «hoy». (Hb 3,13)
Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos.
(Se repite la antífona)
Porque el Señor es un Dios grande,
soberano de todos los dioses:
tiene en su mano las simas de la tierra,
son suyas las cumbres de los montes;
suyo es el mar, porque él lo hizo,
la tierra firme que modelaron sus manos.
(Se repite la antífona)
Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía.
(Se repite la antífona)
Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto;
cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras.
(Se repite la antífona)
Durante cuarenta años
aquella generación me asqueó, y dije:
“Es un pueblo de corazón extraviado,
que no reconoce mi camino;
por eso he jurado en mi cólera
que no entrarán en mi descanso.”»
(Se repite la antífona)
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
(Se repite la antífona)
Alegría de los que entran en el templo
El Señor manda que los redimidos entonen un himno de victoria. (S. Atanasio)
Aclama al Señor, tierra entera,
servid al Señor con alegría,
entrad en su presencia con aclamaciones.
(Se repite la antífona)
Sabed que el Señor es Dios:
que él nos hizo y somos suyos,
su pueblo y ovejas de su rebaño.
(Se repite la antífona)
Entrad por sus puertas con acción de gracias,
por sus atrios con himnos,
dándole gracias y bendiciendo su nombre:
(Se repite la antífona)
«El Señor es bueno,
su misericordia es eterna,
su fidelidad por todas las edades.»
(Se repite la antífona)
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
(Se repite la antífona)
Que todos los pueblos alaben al Señor
Sabed que la salvación de Dios se envía los gentiles. (Hch 28,28)
El Señor tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros;
conozca la tierra tus caminos,
todos los pueblos tu salvación.
(Se repite la antífona)
Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
(Se repite la antífona)
Que canten de alegría las naciones,
porque riges el mundo con justicia,
riges los pueblos con rectitud
y gobiernas las naciones de la tierra.
(Se repite la antífona)
Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
(Se repite la antífona)
La tierra ha dado su fruto,
nos bendice el Señor, nuestro Dios.
Que Dios nos bendiga; que le teman
hasta los confines del orbe.
(Se repite la antífona)
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
(Se repite la antífona)
Entrada solemne de Dios en su templo
Las puertas del cielo se abren ante Cristo que, como hombre, sube al cielo. (S. Ireneo)
Del Señor es la tierra y cuanto la llena,
el orbe y todos sus habitantes:
él la fundó sobre los mares,
él la afianzó sobre los ríos.
(Se repite la antífona)
—¿Quién puede subir al monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro?
(Se repite la antífona)
—El hombre de manos inocentes
y puro corazón,
que no confía en los ídolos
ni jura contra el prójimo en falso.
Ése recibirá la bendición del Señor,
le hará justicia el Dios de salvación.
(Se repite la antífona)
—Éste es el grupo que busca al Señor,
que viene a tu presencia, Dios de Jacob.
(Se repite la antífona)
¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria.
(Se repite la antífona)
—¿Quién es ese Rey de la gloria?
—El Señor, héroe valeroso;
el Señor, héroe de la guerra.
(Se repite la antífona)
¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria.
(Se repite la antífona)
—¿Quién es ese Rey de la gloria?
—El Señor, Dios de los ejércitos.
Él es el Rey de la gloria.
(Se repite la antífona)
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
(Se repite la antífona)
V. Dios mío, ven en mi auxilio.
R. Señor, date prisa en socorrerme.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.
En el principio, tu Palabra.
Antes que el sol ardiera,
antes del mar y las montañas,
antes de las constelaciones,
nos amó tu Palabra.
Desde tu seno, Padre,
era sonrisa su mirada,
era ternura su sonrisa,
era calor de brasa.
En el principio, tu Palabra.
Todo se hizo de nuevo,
todo salió sin mancha,
desde el arrullo del río
hasta el rocío y la escarcha;
nuevo el canto de los pájaros,
porque habló tu Palabra.
Y nos sigues hablando todo el día,
aunque matemos la mañana
y desperdiciemos la tarde,
y asesinemos la alborada.
Como una espada de fuego,
en el principio, tu Palabra.
Llénanos de tu presencia, Padre;
Espíritu, satúranos de tu fragancia;
danos palabras para responderte,
Hijo, eterna Palabra. Amén.
Antífona 1: ¡Qué bueno es el Dios de Israel para los justos! (T. P. Aleluya).
Salmo 72
POR QUÉ SUFRE EL JUSTO
¡Dichoso el que no se siente defraudado por mí! (Mt 11, 6).
I
¡Qué bueno es Dios para el justo,
el Señor para los limpios de corazón!
Pero yo por poco doy un mal paso,
casi resbalaron mis pisadas:
porque envidiaba a los perversos,
viendo prosperar a los malvados.
Para ellos no hay sinsabores,
están sanos y orondos;
no pasan las fatigas humanas,
ni sufren como los demás.
Por eso su collar es el orgullo,
y los cubre un vestido de violencia;
de las carnes les rezuma la maldad,
el corazón les rebosa de malas ideas.
Insultan y hablan mal,
y desde lo alto amenazan con la opresión.
Su boca se atreve con el cielo.
Y su lengua recorre la tierra.
Por eso mi pueblo se vuelve a ellos
y se bebe sus palabras.
Ellos dicen: "¿Es que Dios lo va a saber,
se va a enterar el Altísimo?"
Así son los malvados:
siempre seguros, acumulan riquezas.
Antífona 2: Su risa se convertirá en llanto, y su alegría en tristeza.
II
Entonces, ¿para qué he limpiado yo mi corazón
y he lavado en la inocencia mis manos?
¿Para qué aguanto yo todo el día
y me corrijo cada mañana?
Si yo dijera: "Voy a hablar con ellos",
renegaría de la estirpe de tus hijos.
Meditaba yo para entenderlo,
pero me resultaba muy difícil;
hasta que entré en el misterio de Dios,
y comprendí el destino de ellos.
Es verdad: los pones en el resbaladero,
los precipitas en la ruina;
en un momento causan horror,
y acaban consumidos de espanto.
Como un sueño al despertar, Señor,
al despertarte desprecias sus sombras.
Antífona 3: Para mí lo bueno es estar junto a Dios, pues los que se alejan de ti se pierden. (T. P. Aleluya).
III
Cuando mi corazón se agriaba
y me punzaba mi interior,
yo era un necio y un ignorante,
yo era un animal ante ti.
Pero yo siempre estaré contigo,
tú agarras mi mano derecha,
me guías según tus planes,
y me llevas a un destino glorioso.
¿No te tengo a ti en el cielo?
Y contigo, ¿qué me importa la tierra?
Se consumen mi corazón y mi carne
por Dios, mi lote perpetuo.
Sí: los que se alejan de ti se pierden;
tú destruyes a los que te son infieles.
Para mí lo bueno es estar junto a Dios,
hacer del Señor mi refugio,
y contar todas tus acciones
en las puertas de Sión.
Comienza el libro del profeta Jeremías 1, 1-49
VOCACIÓN DEL PROFETA JEREMÍAS
Palabras de Jeremías, hijo de Helcías, de los sacerdotes residentes en Anatot, territorio
de Benjamín.
Recibió Jeremías la palabra del Señor en tiempo de Josías, hijo de Amón, rey de Judá,
el año trece de su reinado, y en tiempo de Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá, hasta el
final del año once de Sedecías, hijo de Josías, rey de Judá; hasta la deportación de
Jerusalén en el quinto mes.
Recibí esta palabra del Señor:
«Antes de formarte en el vientre, te escogí; antes de que salieras del seno materno, te
consagré: te nombré profeta de los gentiles.»
Yo repuse:
«¡Ay, Señor mío! Mira que no sé hablar, que soy un muchacho.»
El Señor me contestó:
«No digas: "Soy un muchacho", que adonde yo te envíe irás, y lo que yo te mande lo
dirás. No les tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte -oráculo del Señor-.»
El Señor extendió la mano y me tocó la boca; y me dijo:
«Mira: yo pongo mis palabras en tu boca, hoy te establezco sobre pueblos y reyes, para
arrancar y arrasar, para destruir y demoler, para edificar y plantar.»
Recibí entonces esta palabra del Señor:
«¿Qué ves, Jeremías?»
Respondió:
«Veo una rama de almendro.»
El Señor me dijo:
«Bien visto, porque yo velo para cumplir mi palabra.» Recibí luego otra palabra del
Señor:
«¿Qué ves?»
Respondí:
«Veo una olla hirviendo que se vuelca de norte a sur.» Me dijo el Señor:
«Desde el norte se derramará la desgracia sobre todos los habitantes del país. Pues yo
he de convocar a todos los reinos del norte -oráculo del Señor-, vendrán y pondrá cada
uno su trono junto a las puertas de Jerusalén, en torno a sus murallas y frente a las
ciudades de Judá, contra las que yo entablaré juicio por todas sus maldades: porque me
abandonaron, quemaron incienso a dioses extranjeros, y se postraron ante las obras de
sus manos.
Pero tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando. No les tengas miedo,
que yo no te haré desmayar delante de ellos. Mira: Yo te convierto hoy en plaza fuerte, en
columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y
príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del pueblo; lucharán contra ti, pero
no podrán contigo, porque yo estoy contigo para librarte -oráculo del Señor-.»
R. Antes de formarte en el seno materno, te escogí; antes de que nacieses, te consagré.*
Y puse mis palabras en tu boca.
V. Yo, el Señor, te he llamado en la justicia y te he puesto como alianza del pueblo y luz de
las naciones.
R. Y puse mis palabras en tu boca.
Del tratado de san Fulgencio de Ruspe, obispo, contra Fabiano
(Cap. 28,16-19: CCL 91 A, 813-814)
LA PARTICIPACIÓN DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO NOS SANTIFICA
Cuando ofrecemos nuestro sacrificio, realizamos aquello mismo que nos mandó el
Salvador; así nos lo atestigua el Apóstol, al decir: El Señor Jesús, en la noche en que iban
a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi
cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía". Lo mismo hizo con el
cáliz, después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre;
haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía". Por eso, cada vez que coméis de
este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Nuestro sacrificio, por tanto, se ofrece para proclamar la muerte del Señor y para
reavivar, con esta conmemoración, la memoria de aquel que por nosotros entregó su
propia vida. Ha sido el mismo Señor quien ha dicho: Nadie tiene amor más grande que el
que da la vida por sus amigos. Y, porque Cristo murió por nuestro amor, cuando hacemos
conmemoración de su muerte en nuestro sacrificio, pedimos que venga el Espíritu Santo y
nos comunique el amor; suplicamos fervorosamente que aquel mismo amor que impulsó a
Cristo a dejarse crucificar por nosotros sea infundido por el Espíritu Santo en nuestros
propios corazones, con objeto de que consideremos al mundo como crucificado para
nosotros, y nosotros sepamos vivir crucificados para el mundo; así, imitando la muerte de
nuestro Señor, como Cristo murió al pecado de una vez para siempre, y su vivir es un vivir
para Dios, también nosotros andemos en una vida nueva, y, llenos de caridad, muertos
para el pecado vivamos para Dios.
El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se
nos ha dado, y la participación del cuerpo y sangre de Cristo, cuando comemos el pan y
bebemos el cáliz, nos lo recuerda, insinuándonos, con ello, que también nosotros debemos
morir al mundo y tener nuestra vida escondida con la de Cristo en Dios, crucificando
nuestra carne con sus concupiscencias y pecados.
Debemos decir, pues, que todos los fieles que aman a Dios y a su prójimo, aunque no
lleguen a beber el cáliz de una muerte corporal, deben beber, sin embargo, el cáliz del
amor del Señor, embriagados con el cual, mortificarán sus miembros en la tierra y,
revestidos de nuestro Señor Jesucristo, no se entregarán ya a los deseos y placeres de la
carne ni vivirán dedicados a los bienes visibles, sino a los invisibles. De este modo,
beberán el cáliz del Señor y alimentarán con él la caridad, sin la cual, aunque haya quien
entregue su propio cuerpo a las llamas, de nada le aprovechará. En cambio, cuando
poseemos el don de esta caridad, llegamos a convertirnos realmente en aquello mismo
que sacramentalmente celebramos en nuestro sacrificio.
R. Señor, Dios mío, de día te pido auxilio, de noche grito en tu presencia; * llegue hasta ti
mi súplica.
V. Ansío tu nombre y tu recuerdo.
R. Llegue hasta ti mi súplica.
Oremos:
Te pedimos, Señor, que tu gracia continuamente nos preceda y acompañe, de manera
que estemos dispuestos a obrar siempre el bien. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos.
Amén.
Después de la oración conclusiva, por lo menos en la celebración comunitaria, se añade:
V. Bendigamos al Señor.
R. Demos gracias a Dios.