El siguiente es el formulario que corresponde a oficio de lectura de la liturgia de las horas para el día de mañana, domingo, 23 de noviembre de 2025.
V. Señor, ábreme los labios.
R. Y mi boca proclamará tu alabanza.
Antifona: Venid, adoremos a Jesucristo, Rey de reyes.
Invitación a la alabanza divina
Animaos los unos a los otros, día tras día, mientras dure este «hoy». (Hb 3,13)
Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos.
(Se repite la antífona)
Porque el Señor es un Dios grande,
soberano de todos los dioses:
tiene en su mano las simas de la tierra,
son suyas las cumbres de los montes;
suyo es el mar, porque él lo hizo,
la tierra firme que modelaron sus manos.
(Se repite la antífona)
Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía.
(Se repite la antífona)
Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto;
cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras.
(Se repite la antífona)
Durante cuarenta años
aquella generación me asqueó, y dije:
“Es un pueblo de corazón extraviado,
que no reconoce mi camino;
por eso he jurado en mi cólera
que no entrarán en mi descanso.”»
(Se repite la antífona)
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
(Se repite la antífona)
Alegría de los que entran en el templo
El Señor manda que los redimidos entonen un himno de victoria. (S. Atanasio)
Aclama al Señor, tierra entera,
servid al Señor con alegría,
entrad en su presencia con aclamaciones.
(Se repite la antífona)
Sabed que el Señor es Dios:
que él nos hizo y somos suyos,
su pueblo y ovejas de su rebaño.
(Se repite la antífona)
Entrad por sus puertas con acción de gracias,
por sus atrios con himnos,
dándole gracias y bendiciendo su nombre:
(Se repite la antífona)
«El Señor es bueno,
su misericordia es eterna,
su fidelidad por todas las edades.»
(Se repite la antífona)
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
(Se repite la antífona)
Que todos los pueblos alaben al Señor
Sabed que la salvación de Dios se envía los gentiles. (Hch 28,28)
El Señor tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros;
conozca la tierra tus caminos,
todos los pueblos tu salvación.
(Se repite la antífona)
Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
(Se repite la antífona)
Que canten de alegría las naciones,
porque riges el mundo con justicia,
riges los pueblos con rectitud
y gobiernas las naciones de la tierra.
(Se repite la antífona)
Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
(Se repite la antífona)
La tierra ha dado su fruto,
nos bendice el Señor, nuestro Dios.
Que Dios nos bendiga; que le teman
hasta los confines del orbe.
(Se repite la antífona)
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
(Se repite la antífona)
Entrada solemne de Dios en su templo
Las puertas del cielo se abren ante Cristo que, como hombre, sube al cielo. (S. Ireneo)
Del Señor es la tierra y cuanto la llena,
el orbe y todos sus habitantes:
él la fundó sobre los mares,
él la afianzó sobre los ríos.
(Se repite la antífona)
—¿Quién puede subir al monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro?
(Se repite la antífona)
—El hombre de manos inocentes
y puro corazón,
que no confía en los ídolos
ni jura contra el prójimo en falso.
Ése recibirá la bendición del Señor,
le hará justicia el Dios de salvación.
(Se repite la antífona)
—Éste es el grupo que busca al Señor,
que viene a tu presencia, Dios de Jacob.
(Se repite la antífona)
¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria.
(Se repite la antífona)
—¿Quién es ese Rey de la gloria?
—El Señor, héroe valeroso;
el Señor, héroe de la guerra.
(Se repite la antífona)
¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la gloria.
(Se repite la antífona)
—¿Quién es ese Rey de la gloria?
—El Señor, Dios de los ejércitos.
Él es el Rey de la gloria.
(Se repite la antífona)
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
(Se repite la antífona)
V. Dios mío, ven en mi auxilio.
R. Señor, date prisa en socorrerme.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.
Antífona 1: Él me ha establecido rey en Sión, su monte santo, para proclamar sus decretos.
Salmo 2
¿Por qué se amotinan las naciones,
y los pueblos planean un fracaso?
Se alían los reyes de la tierra,
los príncipes conspiran
contra el Señor y contra su Mesías:
"rompamos sus coyundas,
sacudamos su yugo".
El que habita en el cielo sonríe,
el Señor se burla de ellos.
Luego les habla con ira,
los espanta con su cólera:
"yo mismo he establecido a mi Rey
en Sión, mi monte santo".
Voy a proclamar el decreto del Señor;
Él me ha dicho: "Tú eres mi hijo:
yo te he engendrado hoy.
Pídemelo: te daré en herencia las naciones,
en posesión, los confines de la tierra:
los gobernarás con cetro de hierro,
los quebrarás como jarro de loza".
Y ahora, reyes, sed sensatos;
escarmentad, los que regís la tierra:
servid al Señor con temor,
rendidle homenaje temblando;
no sea que se irrite, y vayáis a la ruina,
porque se inflama de pronto su ira.
¡Dichosos los que se refugian en él!
Antífona 2: Que se postren ante él todos los reyes, y que todos los pueblos le sirvan.
Salmo 71
I
Dios mío, confía tu juicio al rey,
tu justicia al hijo de reyes,
para que rija a tu pueblo con justicia,
a tus humildes con rectitud.
Que los montes traigan paz,
y los collados justicia;
que él defienda a los humildes del pueblo,
socorra a los hijos del pobre
y quebrante al explotador.
Que dure tanto como el sol,
como la luna, de edad en edad;
que baje como lluvia sobre el césped,
como llovizna que empapa la tierra.
Que en sus días florezca la justicia
y la paz hasta que falte la luna;
que domine de mar a mar,
del Gran Río al confín de la tierra.
Que en su presencia se inclinen sus rivales;
que sus enemigos muerdan el polvo;
que los reyes de Tarsis y de las islas
le paguen tributo.
Que los reyes de Saba y de Arabia
le ofrezcan sus dones;
que se postren ante él todos los reyes,
y que todos los pueblos le sirvan.
Antífona 3: Que él sea la bendición de todos los pueblos, y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra.
II
Él librará al pobre que clamaba,
al afligido que no tenía protector;
él se apiadará del pobre y del indigente,
y salvará la vida de los pobres;
él rescatará sus vidas de la violencia,
su sangre será preciosa a sus ojos.
Que viva y que le traigan el oro de Saba,
que recen por él continuamente
y lo bendigan todo el día.
Que haya trigo abundante en los campos,
y susurre en lo alto de los montes;
que den fruto como el Líbano,
y broten las espigas como hierba del campo.
Que su nombre sea eterno,
y su fama dure como el sol;
que él sea la bendición de todos los pueblos,
y lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra.
Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
el único que hace maravillas;
bendito por siempre su nombre glorioso;
que su gloria llene la tierra.
¡Amén, amén!
V. Te hago luz de las naciones.
R. Para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.
Del libro del Apocalipsis 1, 4-6, 10.12-18; 2, 26. 28; 3, 5b. 12. 20-21
VISIÓN DEL HIJO DEL HOMBRE, EN SU MAJESTAD
Gracia y paz a vosotros de parte de aquel que es, que era y que será; de parte de los
siete espíritus que están ante su trono; y de parte de Jesucristo, el testigo veraz, el
primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra.
Y a aquel que nos ama, que nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre, que ha
hecho de nosotros un reino y sacerdotes para Dios, su Padre: A él la gloria y el poder por
los siglos de los siglos. Amén.
Un domingo fui arrebatado en espíritu y oí tras de mí una gran voz como de trompeta.
Me volví para ver qué voz era la que me hablaba y, al volverme, vi siete candelabros de
oro y, en medio de ellos, una figura como de Hijo de hombre, vestido de una túnica talar y
ceñido el pecho con un ceñidor de oro. Sus cabellos y su barba eran blancos como la
blanca lana o como la nieve, sus ojos eran como llamas de fuego, sus pies parecían de
metal precioso acrisolado en el horno y su voz era como el estruendo de muchas aguas.
Tenía en su diestra siete estrellas y de su boca salía una aguda espada de dos filos; su
semblante era como el sol cuando brilla con toda su fuerza. Así que lo vi, caí como muerto
a sus pies. Él puso su diestra sobre mí y me dijo:
«Yo soy el primero y el último, el que vive. Estaba muerto, pero ahora vivo por los
siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del hades.
Al que salga vencedor y me sea fiel hasta el fin le daré potestad sobre las naciones,
como la he recibido yo de mi Padre, y le daré, además, el lucero del alba. No borraré
jamás su nombre del libro de la vida, sino que lo proclamaré en presencia de mi Padre y
de sus ángeles. Lo haré columna en el templo de mi Dios, y ya nunca saldrá fuera, y sobre
él escribiré el nombre de mi Dios y el nombre de la ciudad de mi Dios, de la nueva
Jerusalén, que baja del cielo desde mi Dios, y mi nombre nuevo.
Estoy a la puerta llamando: si alguno escucha mi voz y me abre la puerta entraré en su
casa, cenaré con él y él conmigo. Al vencedor lo sentaré en mi trono, junto a mí; lo mismo
que yo, cuando vencí, me senté en el trono de mi Padre, junto a él.»
R. Verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a
los ángeles * para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte.
V. Regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud.
R. Para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte.
Del Opúsculo de Orígenes, presbítero, sobre la oración
(Cap. 25: PG 11, 495-499)
VENGA TU REINO
Si, como dice nuestro Señor y Salvador, el reino de Dios no ha de venir
espectacularmente, ni dirán: «Vedlo aquí o vedlo allí», sino que el reino de Dios está
dentro de nosotros, pues cerca está la palabra, en nuestra boca y en nuestro corazón, sin
duda cuando pedimos que venga el reino de Dios lo que pedimos es que este reino de
Dios, que está dentro de nosotros, salga afuera, produzca fruto y se vaya perfeccionando.
Efectivamente, Dios reina ya en cada uno de los santos, ya que éstos se someten a su ley
espiritual, y así Dios habita en ellos como en una ciudad bien gobernada. En el alma
perfecta está presente el Padre, y Cristo reina en ella junto con el Padre, de acuerdo con
aquellas palabras del Evangelio: Vendremos a fijar en él nuestra morada.
Este reino de Dios que está dentro de nosotros llegará, con nuestra cooperación, a su
plena perfección cuando se realice lo que dice el Apóstol, esto es, cuando Cristo, una vez
sometidos a él todos sus enemigos, entregue el reino a Dios Padre, para que Dios sea
todo en todo. Por esto, rogando incesantemente con aquella actitud interior que se hace
divina por la acción del Verbo, digamos a nuestro Padre que está en los cielos: Santificado
sea tu nombre, venga tu reino.
Con respecto al reino de Dios, hay que tener también esto en cuenta: del mismo modo
que no tiene que ver la justificación con la impiedad, ni hay nada de común entre la luz y
las tinieblas, ni puede haber armonía entre Cristo y Belial, así tampoco pueden coexistir el
reino de Dios y el reino del pecado.
Por consiguiente, si queremos que Dios reine en nosotros, procuremos que de ningún
modo continúe el pecado reinando en nuestro cuerpo mortal, antes bien, mortifiquemos
las pasiones de nuestro hombre terrenal y fructifiquemos por el Espíritu; de este modo
Dios se paseará por nuestro interior como por un paraíso espiritual y reinará en nosotros
él solo con su Cristo, el cual se sentará en nosotros a la derecha de aquella virtud
espiritual que deseamos alcanzar: se sentará hasta que todos sus enemigos que hay en
nosotros sean puestos por estrado de sus pies, y sean reducidos a la nada en nosotros
todos los principados, todos los poderes y todas las fuerzas.
Todo esto puede realizarse en cada uno de nosotros, y el último enemigo, la muerte,
puede ser reducido a la nada, de modo que Cristo diga también en nosotros: ¿Dónde está,
muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Ya desde ahora este nuestro ser,
corruptible, debe revestirse de santidad y de incorrupción, y este nuestro ser, mortal, debe
revestirse de la inmortalidad del Padre, después de haber reducido a la nada el poder de
la muerte, para que así, reinando Dios en nosotros, comencemos ya a disfrutar de los
bienes de la regeneración y de la resurrección.
R. El reinado sobre el mundo ha pasado a nuestro Señor y a su Mesías, * y reinará por los
siglos de los siglos.
V. En su presencia se postrarán las familias de los pueblos, porque del Señor es el reino.
R. Y reinará por los siglos de los siglos.
Se dice el Te Deum
Oremos:
Dios todopoderoso y eterno, que quisiste fundar todas las cosas en tu Hijo muy amado,
Rey del Universo, haz que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado, sirva a tu
majestad y te glorifique sin fin. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos.
Amén.
Después de la oración conclusiva, por lo menos en la celebración comunitaria, se añade:
V. Bendigamos al Señor.
R. Demos gracias a Dios.